El IRPF y la libertad

3 de octubre de 2010

Si bien la libertad individual es un derecho humano esencial, no siempre el hombre fue consciente de ese derecho. Recién a partir de pensadores del siglo XVII y de las revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX el individuo se fue apropiando de ese derecho. Thomas Hobbes (1588-1679) definía al hombre libre como “aquel que, en aquellas cosas que puede hacer en virtud de su propia fuerza e ingenio, no se ve impedido en la realización de lo que tiene voluntad de llevar a cabo.” Es lo que otros pensadores como Isaiah Berlin (1909-1997) denominaron “libertad negativa”, es decir, la ausencia de coacción externa al individuo que desee realizar una determinada cosa.

Evidentemente, la relación entre los impuestos y la libertad es de tirantez. Es claro que una sociedad moderna sin un Estado que resuelva las fallas de los mercados no es concebible. Y el Estado se financia, básicamente, con impuestos. Según el constitucionalista de la Universidad de Chicago, Cass Sunstein, todos los derechos legalmente exigibles cuestan dinero. “No es que tengamos que celebrar el monto de los impuestos, lo que debemos celebrar es el hecho de que existen; sin impuestos no podemos tener libertad y seguridad contra la violencia: lejos de ser una obstrucción a la libertad, son una condición necesaria de su existencia”, sostiene. Es cierto, nadie discute que, hasta cierto punto y de cierta forma, la libertad depende de los impuestos.

Pero dónde termina el papel del impuesto como garantizador de la libertad y la seguridad y dónde empieza su rol de freno, de impedimento para ejercer dicha libertad. Seguramente habrá muchas opiniones sobre ese límite, pero de que hay un momento en el que los impuestos comienzan a ser una amenaza a derechos elementales no hay duda. Y esa amenaza puede ser consecuencia, tanto del monto de la carga tributaria, como del diseño de los tributos.

El primer impuesto sobre la renta fue el del primer ministro británico William Pitt el joven en 1798 y tenía como finalidad pagar el armamento y el equipo para las Guerras Napoleónicas. Ya era un impuesto progresivo, cuya alícuota iba de 0,8333% a 10%. En Estados Unidos, si bien la constitución prohibía los impuestos “de capitación” (directos sobre la renta o el patrimonio personal), en 1861 se instauró un impuesto de 3% para pagar el costo de la guerra civil. En 1913, durante el gobierno republicano de William Howard Taft, se aprobó la XVI enmienda a la constitución que abolió la prohibición de aplicar impuestos a la renta.

De ahí en más, la sugerencia de Karl Marx y Friedrich Engels, de establecer un “impuesto personal progresivo”, se fue afianzando. Y el impuesto a la renta progresivo tiene que ver con uno de los peligros de la democracia señalados por Alexis de Tocqueville, la posibilidad de un igualitarismo extremo, de un “afán depravado de igualdad”, al decir del autor. Tocqueville (1805-1859) veía como peligroso que los hombres llegaran a preferir “la igualdad en la servidumbre a la desigualdad dentro de la libertad”.

Como decía Tocqueville, el uruguayo siente una pasión insaciable por la igualdad. Quiere igualdad en libertad, y si no puede obtenerla, la quiere aún a costa de grados de libertad. Por eso en 2007 Uruguay reimplantó un impuesto personal a la renta progresivo, en el entendido que iba a aportar mayor igualdad. Pero ello no sucedió, al menos no en forma apreciable.

Ahora el gobierno ha enviado un proyecto de ley al parlamento para ampliar el impuesto, incluyendo, entre otros aspectos, las rentas generadas por las personas físicas en el exterior, hasta hoy no gravadas. ¿Cuál será la consecuencia de esta nueva ley? Basta observar a los países que aplican los mismos criterios: los individuos tenderán a esconder aún más sus bienes y sus ingresos y el fisco a perseguirlos con mayor vehemencia. ¿O no escuchamos a diario sobre la furia de los organismos recaudadores de los países desarrollados respecto a ciudadanos que ocultan sus bienes en “paraísos fiscales”?

Claramente, este nuevo impuesto se encuentra más allá de lo necesario para garantizar la libertad y la seguridad. Es, por el contrario, una nueva pérdida de libertad que no contribuirá en nada a mejorar la igualdad. Es más, hará resucitar el individualismo, las cuentas paralelas y el informalismo; inducirá a los ciudadanos a alejarse de la sociedad y a formar pequeñas sociedades para uso particular. Todo un error.

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