21 de julio de 2008
A un año de entrada en vigencia del Impuesto a la Renta de las Personas Físicas (IRPF) han renacido sus críticos y han resurgido pedidos de modificaciones en la forma de cálculo, pedidos que, aparentemente, el Poder Ejecutivo estaría dispuesto a atender.
La imposición del IRPF se sustentó en dos argumentos. El primero: su supuesto efecto positivo sobre la distribución del ingreso. Un impuesto progresional a los ingresos grava proporcionalmente más a quienes mayores ingresos perciben, haciéndolos contribuir en mayor medida al financiamiento de los gastos del Estado.
El segundo: balancear mejor la composición de los ingresos del fisco, que históricamente recaían básicamente en impuestos indirectos (IVA, Cofis e Imesi). De acuerdo a esta línea de razonamiento, ante una situación de enlentecimiento de la economía, la recaudación de impuestos indirectos tiende a caer abruptamente, mientras que la de los impuestos directos no se ve afectada en la misma medida. Por eso, se decía, siempre que había problemas el gobierno tenía que recurrir a la reducción de gastos, y de inversiones en especial.
El primer argumento está sumamente controvertido en la literatura económica. Por un lado, por el desestímulo al trabajo que produce un impuesto a tasas progresionales y, por otro, porque, si bien un impuesto de esa naturaleza hace que los mayores aportantes sean los de mayores ingresos, nada garantiza que tales ingresos se gasten también en forma “progresiva”, es decir, a favor de los más pobres.
Pero los retoques al IRPF que se analizan ahora minan sobre todo el segundo argumento, mucho más sólido desde el punto de vista teórico. Previo a la reforma tributaria, los impuestos indirectos (incluyendo los aranceles de importación) representaban el 64,5% de los ingresos del gobierno central, mientras que los impuestos directos (incluyendo los aportes al BPS) eran apenas el 35,5%. Luego de la reforma, las proporciones cambiaron a 60,5% para los impuestos indirectos y 39,5% para los directos.
No fue un cambio abrupto, pero fue algo. En la Unión Europea los impuestos directos alcanzan el 61,6% del total, con máximos de 72,2% en Noruega y mínimos de 47,1% en Bulgaria. Si hay espacio para bajar impuestos, hay algunos más dañinos que el IRPF, como el Imesi a los combustibles o el Impuesto al Patrimonio.
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